Libro completo de un mexicano mas pdf




















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Quedo desnuda. Sus piernas, sus senos y esa rara sonrisa me hicieron temblar. Te noto raro. El liento soplaba furioso. Precipitadamente salimos. Los perros aullaban. Arrastraba mi miedo, mi tenor. Necesitaba confesarme. En el infierno hay fuego. Reza jaculatorias. Huye de la carne. En sus piernas y en sus senos. Tiene talento, ya lo he comprobado y creo que puede llegar a mucho en nuestras filas.

Ya no es una lucha armada. Es la lucha del trabajo, de la honradez, de la constancia, que tarde o temprano, ha de convertir en realidad los postulados de la gesta gloriosa de Eran muy pocos, seis o siete. Se rieron… www.

Siempre se porta «reata». Lo merece. A veces, nos presentaban con alguien. Era septiembre. El cielo nos enviaba una ligera llovizna. Los maestros, con su presencia, nos lanzaban amenazas de tempestades, de dictados. Que la verdad es sagrada.

La van a pintar ustedes. Nos comprometimos a pintarla en una semana. En las Tardes. Era «La Ley del Revolver». Vinieron los comerciales. Tome Superior…». Por fin. Se respiraba mejor, como si la pintura purificara el aire.

Era azul, como mi escuela. El cura uno blanco y dos negros. Don Leodegario era prestamista. Prestaba al 10 por ciento. Seguro que le presta. Me ayudo Leodegario y «La Chiquis». Por el dinero no se preocupen. Fumaba… Nos acercamos. Ahorita la llamo… «Betty», ven, te traen recado de tu «viejo».

Nosotros queremos ver a don Leodegario. En su boca humeaba mi puro. Estaba casi oscuro. Besaba y manoseaba a una muchacha. En los charcos, formados por la lluvia de la tarde anterior, las ranas y los sapos gritaban su felicidad. En toda la calle transitaba el silencio. La oscuridad preparaba la huida y el sol se anunciaba sangrando al cielo con sus primeros rayos. El presidente estaba solo. Como todo joven es idealista, revolucionario.

Te felicito —al decir esto don Leodegario me dio unas palmadas en la espalda—. Yo te la imito. Vinieron otras cervezas. Era alta, rubia, hermosa. Quiero que me hagas mi buen «trabajo» —le dijo el presidente cuando ella se sentaba a mi lado—. Sus muslos estaban descubiertos.

Yo no acertaba con el ritmo. Al regresar a la mesa, don Celestino dijo: —Ya es hora. No se tarden, yo espero. Al pasar por la puerta de entrada el deseo de huir se hizo imperioso. La felicidad de las ranas contrastaba con mi tristeza. Su sonrisa era agradable, contagiosa. Ahorita vamos los tres. Yo le explique: —Este joven necesita ver al Director. Me llamo Antonio Mendoza. La otra vez fue a la casa azul de Leodegario y le tuvo miedo a «La Chiquis».

Desde entonces anda triste. Los invito, si nos los atraso, claro. Ocupamos una mesa central. Hubo silencio. Porque nuestra sociedad ha cambiado los valores. Yo luce lo mismo. Artemio no parpadeaba.

No sean padres improvisados. Yo, con pena, tuve que decir: —Vamos… Salimos. Los tres callamos. Acabo de egresar de la Normal Superior. El Director, sonriendo, dijo: Sea bienvenido. Nosotros fuimos a nuestros salones. A veces, sin avisarnos, nos visitaba en nuestra casa. En las tardes, terminadas las labores, jugaba con nosotros.



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